miércoles, 14 de mayo de 2008

Relato inclasificable escrito en 1993 por ©Jose Montal


Mario Buey



—Salgo, doña Isabel.
—Que tengas buen día, cariñito —le contestó de forma insidiosa y con aquel acento empalagoso que se podía oir en el televisor del comedor cada tarde.
Rehusó mirarla y salió a la calle presuroso. Le perturbaba la forma en que lo miraba la dueña del hostal, y más aún su manera de hablarle, siempre insinuante, provocadora. Pero lo que más le fastidiaba era que lo llamara "cariñito". Le recordaba a la pegajosa de su madre, y ahora que estaba tan lejos de ella, prefería mantenerla un poco en la distancia, en el olvido. Al menos lo necesario.

El día había amanecido algo más bueno de lo habitual «¡A Dios gracias!» —pensó— pues durante la noche pasada no había podido pegar ojo a causa del calor y… bueno, lo que no era el calor precisamente. Su humor no había cambiado mucho con respecto al día anterior, ya que los progresos conseguidos en su más importante objetivo de las dos últimas semanas, habían sido totalmente nulos, es decir como siempre. No obstante, había tomado una firme determinación: «sería ésta noche, de hoy no pasaría». En realidad llevaba diciéndose esto desde el lunes pasado y, a hoy jueves, todavía no había dado el gran paso.
Con este desalentador sentimiento y con el ceño surcado por una vertical arruga de preocupación, se dirigió a su recién estrenado puesto de trabajo en el banco.

A eso de las 4'35 P:M regresaba algo más ligero de lo normal en él (decidió que se sentía mejor que nunca por haber tomado la difícil decisión de actuar ese mismo día… y bueno, un poco también porque había bajado ligeramente la temperatura). Por suerte no se encontró con la “insaciable doña Isabel” (así la había apodado él) en el vestíbulo, ni tampoco en la escalera. Una vez en el largo rellano del segundo piso –el suyo– comprobó que todo estaba en calma, y al pasar por delante de la habitación número 21, acercó su oreja a la puerta y luego bajó lentamente la cabeza y echó una ojeada por la vieja cerradura, que era de modelo muy antiguo y de grandes dimensiones.

—¡Mierda!— exclamó decepcionado. Era evidente que allí no había nadie, el nidito estaba vacío, así que siguió su camino, maldiciendo por lo bajo, hasta la puerta siguiente, la 22, que era la suya.

Aquella tarde, para su desgracia, (aunque él realmente no lo lamentara demasiado), no se oyeron los ruidos habituales en la habitación contigüa. Pasó gran parte del tiempo tumbado en la cama, con los brazos cruzados por detrás de la cabeza, pensando en su plan, dándole vueltas a las distintas opciones que podían presentarse cuando comenzara su actuación y a cómo debería resolverlas. Pero llegaron las sombras que anunciaban la noche y allí no apareció nadie, así que, lentamente fué haciéndose a la idea de que tampoco hoy sería el día. SU día.

El desánimo se apoderó de Mario, y esa noche no bajó a cenar al bar de siempre. «Tampoco vá a echarme nadie en falta» –se dijo–. Apagó malhumorado la luz y mientras su mente trazaba planes fantásticos y audaces para cuando se presentara la ocasión más adecuada, se dispuso a dormir.

A la mañana siguiente tuvo que hacer verdaderos esfuerzos para levantarse de la cama. No había manera de mover un músculo, estaba literalmente soldado a las sábanas y le hacía el efecto de que jamás podría escurrirse de ellas. Sin embargo había podido conseguirlo por fin; dormir toda la noche de un tirón, quizás por la falta de algunas voces y sonidos perturbadores que tanto y tantas veces le habían hecho pasar la noche en blanco.
Ladeó la cabeza y miró hacia la pared vestida con aquel infame papel pintado de coches tirados por mórbidos caballos, que más parecían perros galgos que otra cosa. Se halló pensado si no le estaba afectando aquello más de lo corriente, y no se sorprendió contestandose que sí, que desde luego así era. Estaba sacando las cosas de quicio. «Tengo que hablar con Miguel –se dijo– a ver que piensa él de todo esto». Miguel era algo mayor que Mario (sólo 2 o 3 años) pero al contrario que él, sí era de Madrid, vivía en la tranquilidad del hogar materno y no sabía lo que era sentirse extranjero, vivir en la sordidez de una lugubre pensión, aunque ello no fuese de ninguna ayuda, desde luego. Era, no obstante, con el que más había congeniado en los dos meses y medio que llevaba en la capital, en realidad era el único con el que había cruzado unas pocas palabras más allá del mero saludo. Era además compañero de comidas en algunas ocasiones, así que hoy le propondría comer juntos y allí le empezaría a contar esta obsesión suya, a ver si le servía de alguna ayuda, aunque fuera tan sólo como una especie de terapia.

El inevitable encuentro se repitió, como cada mañana.
—Salgo, doña Isabel —le dijo sin mirarla.
—Cuántas veces te tendré que decir, cariñito, que me llames Isabel… a solas.
Aquel cambio en el dialogo matutino pilló en fuera de juego a Mario, que se detuvo en seco, no sabiendo si salir sin contestar o comportarse como se le supone a un perfecto caballero y no dejarla con la palabra en la boca.
La voz almibarada y cadenciosa de la casera volvió a sacarlo de sus tribulaciones.
—¿Acaso no quieres hacerme un poquito feliz?— casi le susurró con dulzura acercándose a él peligrosamente.
Mario, que no estaba preparado para este repentino “acoso” dió un respingo al notar el contacto de uno de los generosos pechos de aquella mujer madura que él seguía subreptíciamente con la mirada mientras vertía el café con leche en las tazas de los desayunos, inclinándose descaradamente sobre el escote y dejando ver –más alla de donde el descaro de Mario le permitia mirar– el valle penetrante que surcaba profundamente aquellas portentosas tetas blancas, lechosas y tiernas; y comenzó a sudar abundantemente. Ella notó el estremecimiento del joven y se acercó más todavía, poniendo su mano en la cintura de Mario y susurrandole al oído:
—Dime cielito ¿cuándo vas hacerme feliz? ¿Cuándo?
Aquello fué todo lo que pudo soportar aquel que empezaba a hacerse hombre, con muchas dificultades y sin ningún tipo de ayuda. Carraspeó hasta que las palabras, torpemente consiguieron brotar de sus labios temblorosos.
—Creo… creo que… tengo que irme. Llegaré tarde…
Salió disparado y consiguió, sorprendentemente, bajar de dos saltos la escalinata de la entrada, sin romperse ningún hueso. Más tarde, con el paso del tiempo y ya más relajadamente, se percataría de aquella proeza y aquel derroche de equilibrio y evidente golpe de suerte.

A duras penas, y bajo la sugerente promesa de alguna revelación íntima importante, había podido, por fin, convencer a Miguel de que comiera aquel día con él. El bar Carrillo del paseo de la Castellana fué el lugar elegido, y la conversación transcurría en estos términos:
—Debo parecerte un estúpido —le decía Mario a su compañero— Soy un acojonado.
Miguel parecía tener más interes en el plato que tenía delante que en los problemas de su compañero de oficina. Sin levantar la mirada de las chuletas y llevándose a la boca un trozo enorme de ternera, en lo que Mario interpretó como una evidente falta de educación, le dijo:
—En lo primero no… estoy totalmente de acuerdo… pero en lo segundo… creo que todos lo somos un poco —le sonrió enseñando un pedazo de carne entre los dientes.
—Pero tío, tú te crees que con veinte años se puede ser tan imbécil…
—No es cuestión de ser imbécil, y lo de ser un acojonado tiene remedio.
—¿Sí, cual? —preguntó Mario vivamente interesado.
Miguel se tomó su tiempo esta vez, dejó por un instante los cubiertos encima del plato, se limpió la boca con la servilleta, y poniendo cara de fastidio (no muy diferente de la suya habitual) le contestó:
—¡Pues dejar de serlo! ¡Claro!
—¡Claro! —repitió decepcionado.
—¡Que si, joder! Uno deja de ser un cobarde cuando realiza algún hecho notorio. De la miseria a la gloria sólo hay un paso… igual que al contrario —continuó masticando.
—¿Estas filosofando, o qué?
Miguel sonrió capciosamente y continuó.
—Has entendido perfectamente lo que he querido decir. Filosofías aparte.
—No estoy tan seguro… veamos, ¿tú que harías?
Por fin, Miguel pareció mostrar un cierto interés debido, sin duda, al nuevo giro que tomaba la conversación. Parecía haber estado esperando todo el tiempo la pregunta. Se arrellanó en la silla de mimbre, que crujió ruidosamente, y miró de soslayo hacia el ventanal a su derecha que daba a la calle. Con una sonrisa de medio lado miró después a Mario y le dijo:
—¿Quieres ir directamente al grano? ¿Dejarte de rodeos y asestar un golpe definitivo, mortal y certero?
—¡Pues claro! —contestó entusiasmado Mario.
—De acuerdo; mi plan es este…

Eran casi las seis de la tarde cuando Mario subía la escalinata de entrada al hostal. Iba despreocupado, alegre, canturreando por lo bajo alguna melodía incierta, seguro de sí mismo y por lo tanto confiado. Tal era su estado de ánimo que, por primera vez en todo el tiempo que llevaba hospedado en el hostal, se permitió bromear con la voluptuosa dueña del lugar.

—¿Que tal está hoy mi "doñita" predilecta? ¿Sómos felices? —le dijo imitando aquel acento tan difundido por los culebrones.
Aquella forma de expresarse tan inusual en Mario sorprendió de tal manera a doña Isabel, que la dejó sin poder de reacción. Permaneció muda mirando con divertido asombro al joven.
—Hoy va a ser un gran día. Un día muy especial —terminó diciéndole Mario antes de desaparecer escaleras arriba.

El plan de Miguel era un buen plan –pensaba para sí mismo–, tan sencillo y lógico que debería habérsele ocurrido a él mismo. Pero bueno, tampoco tenía la menor importancia de quién había salido la idea, la cuestión era que esta vez nada podía fallar. Tal y como le había dicho a la casera, hoy iba a ser un gran día, tenía que serlo, o de lo contrario, tendría que… pero, ¡que coño! ¿Quién estaba pensando en que pudiera salir mal?

La llegada al rellano del segundo piso hizo detener su mente por un instante, no sabía muy bien si había estado pensando en voz alta o si lo había estado haciendo para sí mismo. ¿Estaba nervioso, o qué era aquella sensación, aquel hormigueo en la boca del estomago? Intentó borrarla en todo caso de su mente y avanzó por el pasillo sigilosamente, pisando la alfombra con delicadeza, con prudencia. Unos cuantos pasos antes de llegar a la puerta numero 21 se detuvo en seco. ¿Había oído algo o sólo eran figuraciones suyas? Quedó quieto unos instantes que se le antojaron eternos, de pronto se escucharon unas risitas ahogadas. ¡Bingo!, estaban allí, no cabía la menor duda. Avanzó el corto trecho que le separaba de la puerta y después de comprobar, como de costumbre, que no hubiera moros en la costa, echó el ojo a la negra cerradura y lo que pudo ver le llenó de alborozo y de livinidoso júbilo; dos cuerpecillos desnudos bailaban alguna exótica danza misteriosa y arcana. Totalmente ajenas a cualquier clase de pudor, las dos niñas de marcados rasgos orientales, se dejaban llevar por la melodía de una dulce canción probablemente china. Una de ellas, la más delgada, llevaba la cabeza coronada por una toalla de baño colocada a modo de turbante, y contorsionaba su estilizada figura con gracia felina. La otra, más generosa en sus formas, brincaba alrededor de su compañera moviendo sus finas manos primorosamente, en gestos que recordaban en algo el baile flamenco. Sus pechos, redondos y firmes, se movían rítmicamente a cada saltito que daba, y ambas parecían divertirse enormemente, a tenor de las carcajadas y grititos casi histéricos que podían oirse con absoluta claridad en todo el corredor.
A Mario se le perló la frente de sudor ante aquella visión fantástica, ante aquella explosión de sensualidad y de sexualidad que lo desbordaba, y experimentó una repentina erección. Jamás antes había sentido nada parecido. De sus escasos escarceos amorosos tan sólo recordaba los nervios pasados y el ridículo sentido, todo lo demás eran brumas. ¡Nada agradable, vaya!. Esto era distinto, claro está. Lejos de ser amor, era tan sólo puro deseo carnal, simple sexo, que tampoco estaba mal, desde luego. No obstante, hasta el día de hoy, habían sido unos sentimientos y unos deseos frustrados desde el momento mismo en que afloraban, ya que su natural cobardía y pertinaz apocamiento, convertían en agua de borrajas cualquier fantasía erótica con pretendido desenlace airoso.

Abandonó, muy a su pesar, aquella visión de ensueño y se dirigió presuroso a su habitación. ¡Había llegado su momento glorioso! Le vino fugazmente a la memoria la frase que le dijera su amigo durante la comida; "De la gloria al fracaso sólo hay un paso", y esto hizo que durante unos segundos, mientras intentaba nerviosamente introducir el llavín en la cerradura, bailaran en la cuerda floja su entereza y su determinación. Pero fue meter la llave y, como por el impulso tomado al empujar la puerta, desaparecer toda duda de su conciencia. ¡Iba a actuar y lo iba a hacer ahora!

Unos instantes después y con más nervios de los deseados, se hallaba Mario nuevamente ante la puerta numero 21, pero esta vez desnudo y empapado de agua y espuma de jabón. Una diminuta toalla blanca alrededor de su cintura cubriendo sus partes era la única ropa que llevaba, y en la mano izquierda, una pastilla negra de jabón de La Toja estaba poniendo perdida la alfombra del pasillo.

—¡Vamos allá! –se autoestimuló.
Después carraspeó dos veces —tenía la garganta terríblemente seca— y con la mano derecha golpeó la puerta con decisión; "Pom, pom, pom, pom". Notó al hacerlo que el pulso le temblaba visiblemente y deseó que no se dieran cuenta de ello. Detrás de la puerta las risitas cesaron al oir su llamada, luego unos ruidos descontrolados delataron unas prisas que bien pudieran ser las de ponerse algo de ropa encima, (ya sería la locura y el desenfreno que le abrieran la maldita puerta en cueros). Iba a llamar de nuevo cuando, con un leve crujido, la puerta se entreabrió, dejando ver por la abertura dos dulces caritas que lo miraban entre asombradas y divertidas.

—¡Hola chicas!… –las saludó jovialmente, como si se trataran de dos viejas amigas con las que hubiera estado comiendo al mediodía.
Las dos jovencitas estallaron al unísono en una sonora carcajada. "¡Seguía la fiesta!" –pensó Mario que, algo desconcertado, trató de explicarse.
—¿Habláis mi idioma? Veréis… soy vuestro vecino de habitación. Estaba duchándome… de repente se ha cortado el agua… ¿entendéis?…
Acompañaba su torpe exposición de lo supuestamente ocurrido con expresivos movimientos de sus manos. Aunque era evidente que la mímica no era lo suyo, hacía lo que buenamente podía, sin embargo ellas no dejaban de reirse.
—¿Habláis español? –volvió a probar.
Aquello era algo más que embarazoso y se le empezaba a antojar ridículo. Volvió a sentir la punzada infame de la vergüenza, tantas veces sentida en sus frustradas relaciones con las chicas. Pero, de repente, un rayito de esperanza vino a dar algo de luz a su taimado plan; después de dirigirse una mirada cómplice harto elocuente, sin dejar de reir con aquella risita pueril que comenzaba a ser más molesta que divertida, la puerta se abrió lentamente y las dos chinitas se hicieron a un lado, invitándolo a entrar. Mario sonrió nervioso, aquello empezaba a funcionar, sin embargo, tenía la extravagante sensación de que nó como él tenía planeado. Notaba como una especie de indicio abrumador y de alarma que lo predisponía a estar a la defensiva. Debería ser él quien llevara el mando de la situación, sin embargo, tras cruzar la puerta se sintió extraordinariamente desamparado e indefenso.
La chiquita que llevaba el gracioso turbante le hacía señas indicándole una puerta que imaginó debía ser la del cuarto de baño. Pasó junto a ellas y pudo notar la fragancia de la flor de vainilla, símbolo de la paz y del reposo que allí se podía respirar, y disfrutó voluptuosamente de la frescura y sensualidad que desprendían sus cuerpos todavía mojados. Esto le produjo, nuevamente, una reacción química, por otra parte lógica, que le liberó del extraño abatimiento que había comenzado a apoderarse de él. Les obsequió con una sonrisa lo más natural de lo que fué capaz y les dijo:
—Muchas gracias, preciosas. Salgo enseguida, no tardo nada.
Tras lo cual se metió precipitadamente en la ducha y abrió a toda presión el grifo del agua fría. Necesitaba urgentemente un revitalizador, un tratamiento de choque, algo que le devolviera a la tierra. Tenía que poner de nuevo los pies en el suelo antes de salir.
Aquella era, con mucho, la aventura más extraordinaria que le había tocando vivir jamás. Algo impensable tan sólo horas antes. Allí estaba él, Mario Buey, nada menos que en el baño de aquellas dos pequeñas Gheisas, que más parecían angelitos de fina porcelana china que niñas de carne y hueso… ¡en pelota picada! ¡Increíble!. Cuando se lo contara a Miguel iba a flipar, no se lo iba a creer… ¡se lo contaría a todo el mundo, vaya!.
Cerró la llave del agua y se quedó quieto escuchando. Hacía un ratito que no percibía sus escandalosas risas; habían cesado. Ahora no se oía nada, ¿que estarían tramando aquellos dos diablillos? Pareció oir como una especie de siseos ¿Alguna sorpresa erótico-oriental? Sólo pensarlo hacía que se excitara de tal manera que la ducha de agua fría que acababa de tomar, dejara de tener su esperado efecto. En cuanto saliera de allí, nada podría detenerlo. Iba a liberar su cuerpo y su alma reprimida y aquellas dos ninfas del amor le iban hacer conocer sensaciones jamás experimentadas por hombre alguno…

De repente el caos. La puerta del baño, justo enfrente suyo, se abrió de una patada salvaje estrellándose contra la pila y destrozando la luna del espejo. En medio del estruendo producido por la rotura de madera, porcelana y cristales, y aquel alarido espantoso, se vió sacado violentamente en volandas de la bañera, desnudo todavía, y arrastrado afuera –como si de un vulgar muñeco de trapo se tratara– por una especie de gorila oriental que no dejaba de proferir en su idioma toda suerte de juramentos y rugidos enfurecidos. Mario se ahogaba por la presión incontrolada de la gigantesca mano de aquel monstruo en su garganta, pero aún pudo ver, con los ojos anegados de lágrimas, a las dos chinitas totalmente desnudas y sentadas en el borde de la cama, con las manos cogidas y un rictus de terror en sus rostros, antes de recibir el primer puñetazo en la nariz que, afortunadamente, le hizo perder el conocimiento.

Cuando por fin volvió en sí, experimentó la sensación de haber estado durmiendo durante días. En un primer momento se halló desorientado, no entendía nada, no lograba ordenar sus pensamientos, sus recuerdos. Le dolía terríblemente todo el cuerpo, todo su ser, como si hubiera estado rodando escaleras abajo eternamente, como si no hubiera hecho otra cosa en toda su puñetera vida. Estaba tirado en alguna parte, boca abajo, y en principio sólo pudo abrir un ojo, (el otro lo tenía aplastado contra el suelo) y ver, lo que era ver, no veía nada.

Lentamente se fue acostumbrando a su nuevo estado y comenzó a adivinar ciertas formas que le resultaban vagamente conocidas. Si, aquello era el hostal, uno de los rellanos del maldito hostal, su rellano. Estaba tirado como un guiñapo sobre la gastada y polvorienta alfombra del corredor. Y al levantar un poco más la mirada, haciendo un esfuerzo sobrehumano, pudo ver, con una sensación parecida al alivio, que se hallaba frente a su misma puerta.

Ni siquiera el paso del tiempo llegaría a echar luz alguna sobre el misterio de cómo fue capaz de arrastrarse hasta la cerradura, abrir la puerta (y después cerrarla), llegar hasta la cama y echarse sobre ella, pero el caso es que, una vez allí, permaneció dos días sumido en una especie de duermevela, recuperándose de la brutal paliza, hasta que pudo reunir las suficientes fuerzas para incorporarse y hacerse cargo del cuidado de su propia persona.

Tres semanas después de aquello, en el hostal Carrión todavía se acordaban de Mario. Doña Isabel se hacía la misma pregunta una y otra vez; ¿cómo pudo aquel apuesto y tímido muchachito, producirse heridas tan terribles en una simple caída por la escalera, y cómo fué que nadie se percató de nada, ni tan siquiera sus mismos vecinos de rellano?

Por otra parte, el padre de Mario Buey, Don José Buey Soláz, insistía obstinadamente en regresar a la capital y poner una denuncia en una comisaría cercana al hostal Carrión para que dieran orden de búsqueda y captura de aquel desalmado que había sido capaz de atropellar a su hijo y darse después a la fuga cobardemente. Y tampoco era capaz de comprender que en semejante trance, el banco para el que había comenzado a trabajar su hijo, le hubiera abierto un expediente disciplinario por "ausencia injustificada".

Mario, por su lado, trataba de hablar lo menos posible de aquello y olvidarse desde su silla de ruedas, de su estado de invalidez transitoria que los doctores Muñíz y Pelayo le habían diagnosticado. Olvidarse de aquella que había sido, que podría haber sido, la aventura más excitante de su vida, y que, nuevamente, se había convertido en traumática; la experiencia más traumatizante de su vida.